EN ESTE BLOG ABUNDAN LOS SPOILERS. Están advertidos.

miércoles, 13 de marzo de 2019

Jack Torrance

ESCRITORES y LIBROS:
En “El Nombre de la Rosa”, de Umberto Eco, Adso de Melk dice que a veces los libros hablan de otros libros, que es como si hablaran entre sí. Stephen King habla mucho sobre escritores, que es como si hablara de sí mismo y consigo mismo, y de los libros de esos escritores, que se entrelazan con los suyos. De esas historias imaginadas por autores imaginados, sólo conocemos ideas, temas, fragmentos. Y aquí están.
Jack Nicholson como Jack Torrance
Probablemente uno de los personajes más reconocidos de Stephen King sea Jack Torrance, debido a la popularidad de la película “El Resplandor” de Stanley Kubrick (1980), donde Jack Nicholson interpreta magistralmente su papel. Paradójicamente, ni en el film de Kubrick ni en la remake en formato de miniserie de 1997, se le da mayor importancia a su condición de escritor, más allá de mencionar el hecho de que el empleo como cuidador invernal del Hotel Overlook le servirá para terminar “su obra”. Incluso las escenas en que se lo muestra tipeando en una vieja máquina de escribir (sobre todo la infame línea “All work and no play makes Jack a dull boy”), sirven meramente como trasfondo de la historia principal del trágico giro que sufre la estadía de la familia Torrance en el Overlook. Y es que el Overlook absorbe todo y a todos a su alrededor y en sus entrañas complejas y atiborradas de fantasmas y antigua maldad. 
Sin embargo, Jack Torrance había sido una vez un escritor promisorio en gradual florecimiento, que había publicado dos docenas de cuentos, uno incluso en la tradicional Esquire, “Los Agujeros Negros”. Entre todos ellos, del único que tenemos algún material para hincar el diente es “Aquí está el mono, Paul DeLong”, cuyo terrible argumento se nos revela en retrospectiva:

“Por lo general, a Jack le gustaban sus personajes, los buenos y los malos. Y se alegraba de que fuera así. Eso le facilitaba el intento de verlos desde todos los ángulos y entender con mayor claridad sus motivaciones. Su cuento favorito, el que había vendido a una revista pequeña del sur de Maine, era un relato titulado: Aquí está el mono, Paul DeLong. El personaje era un violador de niños, a punto de suicidarse en su cuarto amueblado. El hombre se llamaba Paul DeLong, y sus amigos lo llamaban Mono. A Jack le había gustado mucho Mono: comprendía sus extravagantes necesidades y sabía que no era él el único culpable de las tres violaciones seguidas de asesinato que tenía en su historial. Sus padres habían sido malos, el padre violento y agresivo como había sido el de Jack, la madre un estropajo blando y silencioso como su propia madre. Una experiencia homosexual en la escuela primaria. La humillación pública. Experiencias aún peores en la secundaria y en la universidad. Después de hacer víctimas de un acto de exhibicionismo a dos niñitas que se bajaban de un autobús escolar, lo habían arrestado y enviado a un correccional. Y lo peor de todo era que allí lo habían dado de alta, lo habían vuelto a dejar en la calle, porque el director del establecimiento había decidido que estaba bien. Ese hombre se llamaba Grimmer, y sabía que Mono DeLong presentaba síntomas de desviación, pero había presentado un buen informe, favorable, y lo había dejado en libertad. A Jack también le gustaba y simpatizaba con Grimmer. Grimmer tenía que dirigir una institución con escasez de fondos y de personal, intentando que las cosas no se le vinieran abajo a fuerza de saliva, alambre de embalar y míseras subvenciones de una legislatura estatal que estaba pendiente de la opinión de los votantes. Grimmer sabía que Mono podía establecer contacto con la gente, que no se ensuciaba en los pantalones ni trataba de asesinar a los otros reclusos con las tijeras. No se creía Napoleón, tampoco. El psiquiatra a quien se confió el caso pensaba que eran excelentes las probabilidades de que Mono pudiera valerse por sí mismo en libertad, y los dos sabían que cuanto más tiempo pasa un hombre en una institución, tanto más llega a necesitar de ese medio cerrado, como un drogadicto de la droga. Y entretanto, la gente se les agolpaba a la puerta. Paranoicos, esquizoides, ciclotímicos, semicatatónicos, hombres que sostenían haber subido al cielo en platillos volantes, mujeres que les habían quemado los genitales a sus hijos con un encendedor, alcohólicos, pirómanos, cleptómanos, maníaco-depresivos, suicidas frustrados. El mundo de siempre, vaya. Si no estás bien atado, te sacudes, te desintegras, te desarmas antes de haber llegado a los treinta. Jack podía entender el problema de Grimmer, como podía entender a los padres de las víctimas asesinadas. Y a las propias víctimas también, por cierto. Y al Mono DeLong. Que el lector se ocupara de buscar culpables. En aquel tiempo, Jack no quería juzgar. La capa del moralista le caía mal sobre sus hombros.”
Si el desarrollo estaba a la par del argumento, no es sorprendente que esos cuentos le ganaran a Jack la fama de ser una “pequeña luminaria” y un puesto como docente en la preparatoria Stovington… esto es, hasta que el alcohol y la ira destruyeron esa parte de su vida.

En el momento en que conocemos a la familia Torrance, cuando Jack, sin empleo, sobrio pero en crisis económica, consigue el puesto como vigilante del Overlook para la temporada invernal, llevando como rehenes a Wendy, su mujer, y Danny, su hijo de 5 años, su proceso como escritor lo ha llevado a comenzar una obra teatral llamada “La Escuelita”… que de momento está atascada en “ese interesante Gobi espiritual que denominamos bloqueo del escritor”, como le expresa a su agente, y esos meses de soledad, tranquilidad y aislamiento le parecen la panacea ideal para su creatividad desfalleciente. El argumento de “La Escuelita” está claramente bosquejado:
“… planteaba el conflicto básico entre Denker, un bien dotado estudiante que al fracasar se convertía en el director —no menos embrutecedor que bruto— de una escuela preparatoria de principios de siglo en Nueva Inglaterra, y Gary Benson, el estudiante a quien Denker ve como una nueva versión, más joven, de sí mismo.”

Sin duda, este argumento es el eco de la vida cotidiana de Torrance, que ha sido despedido de Stovington por agredir físicamente a un popular estudiante, George Hatfield, al descubrirlo vandalizando su auto tras acusar a Jack de excluirlo injustamente de un grupo de debate. 

En el Overlook, Jack consigue salir de su bloqueo y logra una penetración intuitiva del personaje de Denker que siempre le había faltado… al principio. Luego, a medida que el peso del Overlook se hace sentir, la metáfora se le hace demasiado obvia y le imposibilita mantenerse ecuánime:
“… había empezado a tomar partido y, lo que era peor, había empezado a odiar a su héroe Gary Benson. Imaginado originariamente como un muchacho brillante para quien el dinero era más bien una carga que una bendición, un muchacho que nada ambicionaba más que hacer valer sus méritos para poder entrar en una buena universidad porque se lo había ganado y no porque su padre le hubiera abierto las puertas, a los ojos de Jack se había convertido en una especie de fatuo engreído, un postulante frente al altar del saber (en vez de ser un acólito sincero), una imitación superficial de las virtudes del boy scout, cínico por dentro, caracterizado no por una auténtica inteligencia —tal como lo había concebido al principio—, sino por una insidiosa astucia animal. A lo largo de toda la obra se dirigía infaliblemente a Denker llamándolo «señor», tal como Jack había enseñado a su hijo a llamar «señor» a las personas mayores e investidas de autoridad. Jack pensaba que Danny empleaba con toda sinceridad la palabra, al igual que el Gary Benson originario, pero al comenzar el quinto acto, tenía cada vez más la sensación de que Gary decía «señor» en vena satírica, como una careta que se pusiera exteriormente, en tanto que el Gary Benson que había detrás de ella se mofaba de Denker. De Denker, que jamás había tenido nada de lo que tenía Gary. De Denker, que había tenido que trabajar durante toda su vida, nada más que para llegar a director de una mísera escuelita. Que ahora se veía enfrentado con la ruina por obra de ese muchacho rico, apuesto y de apariencia inocente que había hecho trampa con su composición y después había disimulado astutamente las pistas. Cuando empezó La escuelita, Jack veía a Denker como alguien no muy diferente de los pequeños césares sudamericanos ensoberbecidos por sus imperios bananeros que fusilan a los oponentes contra el frontón de la cancha de pelota más próxima, un fanático exagerado para la magnitud de su causa, un hombre que de cada uno de sus caprichos hace una Cruzada. Al comienzo, había querido hacer de su obra un microcosmos que fuera una metáfora del abuso del poder. Ahora, se sentía cada vez más impulsado a ver a Denker como una especie de Mister Chips, y la tragedia no residía en la vejación intelectual infligida a Gary Benson, sino más bien en la destrucción de un viejo maestro bondadoso que no alcanzaba a ver las cínicas supercherías de ese monstruo disfrazado de estudiante.”
Jack nunca será capaz de terminar su obra, a pesar de tener bien claro cuál sería el acto final:

“En un acceso de rabia, Denker se apodera del atizador que hay junto a la chimenea y golpea santamente a Gary, hasta matarlo. Después de pie junto al cuerpo, con el atizador ensangrentado en la mano, vocifera dirigiéndose al público: «¡Está aquí, en alguna parte, y yo lo encontraré!» Entonces, a medida que las luces pierden intensidad y el telón baja lentamente, el público ve el cuerpo de Gary boca abajo sobre el proscenio, mientras Denker se encamina a zancadas hacia la biblioteca y empieza a arrojar febrilmente los libros de los estantes, tirándolos a un lado después de mirarlos.” 
“La Escuelita” queda trunca… aunque eso a Jack Torrance no le preocupa, puesto que ha decidido encaminar su arte y su vida entera a cantar las glorias y las bajezas del Overlook, este lugar mágico que encarna a un tiempo todo lo que ama y todo lo que teme. 

Por supuesto, para saber si logrará su cometido, habría que leer el libro y ver las dos adaptaciones, puesto que los tres finales son diferentes… aunque quizás todos sean posibles en este único momento que se repite eternamente en el Overlook, como una mascarada interminable.
Dos últimas disquisiciones:
Steven Weber como Jack Torrance
Si estuviera en mi poder acceder a la literatura de Torrance, preferiría leer sus cuentos antes que su obra de teatro. No sólo parecen más interesantes sino menos mezquinos. En cuanto a la historia del Hotel, no sé si me atrevería, por temor a quedar atrapada.
Y, si el arte de Jack Torrance imitaba su vida, ¿qué podemos suponer del arte de King, que también fue profesor de literatura en sus comienzos, y también batalló con las adicciones? Sólo que King se reinventa una y otra vez, y que ha salido bien librado de todas sus batallas.


viernes, 8 de marzo de 2019

Habitación 217 – Hotel Overlook

CUARTOS de HOTEL:
Pocas cosas hay más anónimas que una habitación de hotel. Una habitación de hotel es de nadie y de todos y cada uno de los que por ella pasan. Y todos y cada uno dejan una huella. Una habitación de hotel se impregna de las esencias de sus pasajeros… y, a veces, cobra vida propia.
El más famoso de los hoteles de Stephen King es, sin duda, el Overlook, indiscutido protagonista de “El Resplandor”. Ya sea a través de la novela original (1977), de la película de Stanley Kubrick (1980), o de la remake para TV en formato de miniserie (1997), el Overlook ha poblado las pesadillas de generaciones. 
A pesar de que todo el hotel, toda la entidad que es el Overlook, es una inmensa casa encantada, y de que en todos sus ambientes hay espectros y energía sangrienta (los asesinatos mafiosos de la Suite Presidencial son meramente los más estrepitosos), ninguna de sus habitaciones ha conjurado tanto terror y tantas fantasías como la habitación 217 
(es la 237 en la película de Kubrick… pero respetemos al menos el número original).
Si nos atenemos a la descripción del libro, la habitación en sí no es nada del otro mundo:
“En una araña de cristal tallado que pendía del techo, dos bombillas se encendieron. Danny avanzó más hacia dentro, mirando a su alrededor. La alfombra, de un grato color rosado, era mullida y suave, calmante. Una cama doble con el cubrecama blanco. Un escritorio […] junto a la gran ventana cerrada. […] Un armario, con la puerta abierta, que dejaba ver un puñado de perchas de hotel, de esas que no se pueden robar. Una Biblia sobre una mesita. A la izquierda estaba la puerta del cuarto de baño, sobre la cual un espejo de cuerpo entero reflejaba su imagen, con el rostro pálido. La puerta estaba entreabierta […] Un cuarto alargado, anticuado, que parecía un coche «Pullman». En el suelo, diminutas baldosas hexagonales, blancas. En el extremo opuesto, el inodoro con la tapa levantada. A la derecha, un lavabo y sobre él otro espejo, uno de esos que ocultan detrás un botiquín. A la izquierda, una enorme bañera blanca con patas como garras, con la cortina de la ducha corrida.”
Y en ese cuarto de baño, en esa bañera de la habitación 217 merodea el espectro de una mujer sin nombre. Watson, el vigilante de temporada alta del Overlook, le cuenta su historia a Jack Torrance en los primeros capítulos de la novela:
“Parece que hubiera gente que viene aquí nada más que para vomitar y que contrataran a un tipo como Ullman para limpiar los vómitos. Pues ahí viene esta mujer, que debía tener sus malditos sesenta años… ¡mi edad! y con el pelo teñido más rojo que la luz de una casa de putas, las tetas caídas hasta el ombligo, porque sostén no llevaba, unas venas varicosas en todas las piernas que parecían un par de mapas de carreteras, ¡y las joyas que tenía en el pescuezo y los brazos y le colgaban de las orejas! Y venía con ese chico que no podía tener más de diecisiete, con el pelo largo hasta el culo y el pantalón que le marcaba todo como si lo rellenara con las páginas de chistes. Y se pasan aquí una semana o unos diez días, no sé, y todas las noches la misma historia. En el salón Colorado de cinco a siete, ella tragando ponches como si mañana fueran a declararlos fuera de la ley, y él con una botellita de «Olympia», haciéndola durar. Y ella haciendo chistes y diciendo todas esas cosas ingeniosas, y cada vez que decía una él hacía una mueca como un jodido mono, como si le hubieran atado hilos a los extremos de la boca. Sólo que después de unos días ya se notaba que cada vez le costaba más sonreír, y sabe Dios lo que tendría que pensar para conseguir que le funcionara el arma a la hora de acostarse. Bueno, y después se iban a cenar, él caminando y ella tambaleándose, borracha como un pato, imagínese, y él pellizcando a las camareras y haciéndoles sonrisitas mientras ella no miraba. Créame que hasta hicimos apuestas a ver cuánto duraría. 
Watson se encogió de hombros. 
—Entonces, una noche, alrededor de las diez, él baja diciendo que su «mujer» está «indispuesta», es decir que ha vuelto a desmayarse como todas las noches que estuvo aquí, y que va a buscarle algún remedio para el estómago. Y se va en el «Porsche» en que habían llegado y ésa fue la última vez que se le vio el pelo. A la mañana siguiente ella baja y trata de mantener el tipo, pero cada vez se va poniendo más y más pálida hasta que el señor Ullman le pregunta, así, muy diplomático, si no querría notificar a la poli del Estado, por las dudas de si él hubiera tenido un accidente o cualquier cosa. Y ella se le viene encima como una gata. No, no, no, si él es un conductor estupendo, ella no está preocupada, no pasa nada, él volverá para la cena y cosas así. De modo que esa tarde, sobre las tres, ella se va al «Colorado» y no cena nada. A las diez y media se va a su cuarto y ésa fue la última vez que la vimos viva. 
—¿Qué sucedió?
—El juez del Condado dijo que se había tomado como treinta píldoras para dormir encima de todo el alcohol. Al día siguiente apareció el marido, todo un gran abogado de Nueva York, y lo paseó al viejo Ullman por todos los corredores del infierno. Que lo demandaré por esto y lo procesaré por lo otro y cuando acabe con usted no va a poder encontrar ni siquiera un par de calzoncillos limpios y cosas por el estilo. Pero Ullman no es tonto, el muy mamón. Al final logró calmarlo. Me imagino que le preguntó al figurón qué le parecería que su mujer apareciera en todos los periódicos de Nueva York: Esposa de Prominente Blablablá neoyorquino aparece muerta con la panza llena de somníferos. Después de haber estado jugando al escondite con un chico que podía haber sido su nieto. 
»La Policía encontró el «Porsche» en la parte de atrás de ese bar que está abierto toda la noche en Lyonos, y Ullman tiró de algunos hilos para conseguir que se lo devolvieran al abogado. Después, entre los dos lo presionaron al viejo Archer Houghton, que es el juez del Condado, y consiguieron que cambiara el fallo por el de muerte accidental. Ataque al corazón. Y ahora el viejo Archer conduce un «Chrysler». Yo no se lo critico. Un hombre tiene que aprovechar lo que encuentra, especialmente cuando ya van pasando los años.”
Esta pequeña anécdota no sólo cuenta la historia de esta dama, sino que pinta en un único vistazo la esencia misma del Overlook: salaz, decadente, lleno de secretos bien tapados con montones de dinero.
La dama de la habitación 217 se aparece, según cuál de las 3 versiones la cuente, como una hermosa seductora o como una muerta viviente repulsiva y aterradora. En cualquiera de sus dos versiones, es mortífera, una vez que se revela en su pútrido horror. Está muerta, pero la muerte es sólo un inconveniente menor para los huéspedes del Overlook. La fuerza poderosa que la anima es tan mortal como el terror que inspira su presencia.
Y basta hasta aquí, porque el Overlook merece ser recorrido en detalle, y la 217, más que ninguna otra de sus habitaciones, paga con creces el coraje de visitarla.

viernes, 1 de marzo de 2019

Morton Rainey

ESCRITORES y LIBROS:
En “El Nombre de la Rosa”, de Umberto Eco, Adso de Melk dice que a veces los libros hablan de otros libros, que es como si hablaran entre sí. Stephen King habla mucho sobre escritores, que es como si hablara de sí mismo y consigo mismo, y de los libros de esos escritores, que se entrelazan con los suyos. De esas historias imaginadas por autores imaginados, sólo conocemos ideas, temas, fragmentos. Y aquí están.
Johnny Depp y John Turturro
"Ventana Secreta, Jardín Secreto" (2004)
Otro de los personajes duales creados por Stephen King es el escritor Morton Rainey, prácticamente el único protagonista del cuento “Ventana secreta, jardín secreto”, el segundo del libro “Cuatro después de la medianoche” (1990), donde se reúnen cuatro historias que pueden considerarse “cuentos largos” o “novelas cortas”.
Mort Rainey no es el único escritor de la historia, puesto que ésta se inicia con la aparición de un granjero llamado John Shooter, a quien es imposible considerar por separado, pues le acusa de haber plagiado uno de sus cuentos (el único que se le conoce a éste). El cuento en cuestión es “Ventana secreta, jardín secreto”, que resulta ser una copia casi exacta de uno de los cuentos de Rainey titulado “Temporada de siembra”. Una copia demasiado exacta para ser una simple coincidencia. 
Así comienza “Ventana secreta, jardín secreto”:
“Todd Downey pensaba que la mujer que te roba tu amor cuando ese amor es todo lo que tienes realmente, no vale gran cosa como mujer. Por lo tanto, decidió matarla. Lo haría en la profunda esquina que se forma donde se unen en un ángulo extremo la casa y el granero… lo haría donde su esposa cultivaba un jardín.”
Así, “Temporada de siembra”:
“Una mujer que te roba tu amor cuando ese amor es todo lo que tienes, no vale mucho como mujer… ésa era, por lo menos, la opinión de Tommy Havelock. Decidió matarla. Incluso sabía el lugar donde lo haría, el lugar exacto: la pequeña área de jardín que ella cultivaba en el ángulo extremo que se formaba donde se unían la casa y el granero.”
Y así es como comienza el misterio. Porque los dos cuentos tienen idéntico argumento: un hombre que mata a la arpía de su esposa y la entierra en el jardín, lo cultiva y obtiene una espectacular cosecha de maíz (en la versión de Shooter) o de frijoles (en la versión de Rainey). Hasta el final es casi idéntico en ambos: el asesino pierde la razón y la policía lo encuentra comiendo enormes cantidades de la planta en cuestión.
“—Sé que lo puedo hacer —dijo Todd Downey, al servirse otra mazorca de maíz de la escudilla hirviente—. Estoy seguro de que con el tiempo habrá desaparecido todo rastro de ella.”
Éste era el final de John Shooter.
“—Tengo plena confianza en que puedo ocuparme de este asunto —les dijo Tom Havelock y se sirvió otra ración de frijoles de la rebosante escudilla hirviente—. Estoy seguro de que, con el tiempo, su muerte será un misterio incluso para mí.”
Y éste, el de Morton Rainey. 
Demasiada coincidencia. Mort se verá envuelto en una situación que se vuelve cada vez más aterradora cuando intenta probar sus derechos sobre el cuento, y el curso de los acontecimientos se orienta peligrosamente hacia la locura.
Además de “Temporada de siembra”, Rainey había publicado hasta entonces seis libros: cinco novelas y una colección de cuentos llamada “Todo el mundo critica”, en la que se incluía el cuento de la discordia. Es esta historia la que probablemente más desearemos leer los adictos al estilo King, pues queda claro desde el principio que es la única de ese género que escribió Rainey. Lo suyo es más del tipo “Revelaciones del corazón”. La más exitosa de sus novelas fue la tercera, “El chico del organillero”, pero no se menciona su argumento. Lo que sí se menciona es que otra de sus novelas “La familia Delacourt” no fue llevada al cine por muy poco… por temor a problemas legales, ya que se encontró cierta similitud entre su trama y un antiguo guión llamado “El equipo de la familia”. Nadie acusó a Morton de plagio, por supuesto, pero… Además, hay un título más para consignar en el aval de Mort Rainey: “El ojo del cuervo”, también conocido como “La milla del abrojo”, su primer cuento publicado. Y esa es otra historia.
Si me dieran a elegir, pediría leer “La milla del abrojo” y “Temporada de siembra”, en ese orden. Hay un porqué, que podrán descubrir si leen este cuento de King donde, desde un comienzo, las cosas no son lo que parecen.
Un comentario extra merece la película basada en esta novelette, y protagonizada por Johnny Depp y John Turturro: el final es completamente opuesto al de King… y, mal que me pese, debo reconocer que me gusta mucho más.

jueves, 21 de febrero de 2019

Robert Jenkins

ESCRITORES y LIBROS:
En “El Nombre de la Rosa”, de Umberto Eco, Adso de Melk dice que a veces los libros hablan de otros libros, que es como si hablaran entre sí. Stephen King habla mucho sobre escritores, que es como si hablara de sí mismo y consigo mismo, y de los libros de esos escritores, que se entrelazan con los suyos. De esas historias imaginadas por autores imaginados, sólo conocemos ideas, temas, fragmentos. Y aquí están.
El libro “Cuatro después de la medianoche” (1990) reúne cuatro historias que Stephen King duda en catalogar como “cuentos largos” o “novelas cortas”. La primera de éstas es “Los langoloides”, una mezcla de terror, suspenso y ciencia ficción muy atractiva.
Uno de sus personajes principales es Robert Jenkins. Bob es un viejo escritor de novelas de misterio que dice de sí mismo: “la deducción es mi pan de cada día”. En verdad, son sus deducciones lógicas las que develan el misterio de los extraños acontecimientos en que se vieron envueltos algunos pasajeros del vuelo 29 de American Pride —Los Ángeles a Boston—. 
Siempre imaginé esta "Madonna col Bambino e Angeli",
de Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato,
como la ilustración de tapa de "La Madona Durmiente".
Esta versión King que combina a Sherlock Holmes con el anciano sabio de toda tribu que se precie de tal, ha escrito cuarenta novelas de misterio, y considera que acaso una docena de ellas fueron bastante buenas, incluso… lo cual es mucho, teniendo en cuenta lo que se vende como misterio hoy en día.  El único título que menciona es “La Madona Durmiente”, en parte porque el título tiene relación con el problema que atraviesa, pero tal vez también porque el Newgate Callendar la calificó como “una obra maestra de lógica”.
Durante el desarrollo de “Los langoloides”, Bob Jenkins da amplias muestras de su capacidad para crear rompecabezas lógicos fascinantes y verosímiles. Para los que leímos con placer obras del estilo de Sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie, o la contemporánea P. D. James, no podemos dejar de imaginar que quizás “La Madona Durmiente” sea algo de tanta calidad como la célebre “El misterio del cuarto amarillo”. 

jueves, 14 de febrero de 2019

Richard Hagstrom

ESCRITORES y LIBROS:
En “El Nombre de la Rosa”, de Umberto Eco, Adso de Melk dice que a veces los libros hablan de otros libros, que es como si hablaran entre sí. Stephen King habla mucho sobre escritores, que es como si hablara de sí mismo y consigo mismo, y de los libros de esos escritores, que se entrelazan con los suyos. De esas historias imaginadas por autores imaginados, sólo conocemos ideas, temas, fragmentos. Y aquí están.
Portada del corto "SUPPR." (15')
basado en "Word Processor of the Gods"
Quienes no hayan leído la edición completa en inglés de “Skeleton Crew” (1985) no han conocido a Richard Hagstrom y se han perdido una historia que no sé si catalogar de cómica o espeluznante. Esto es porque en español “Skeleton Crew” se ha publicado incompleta en dos libros de cuatro cuentos cada uno: “La niebla” y “La expedición”, en los que se omite este cuento breve. Su título parece una broma al estilo King: “Word Processor of the Gods”, es decir “Procesador de Textos de los Dioses”. 
En realidad, es probable que Richard Hagstrom no deba ser considerado un “escritor de King”, con todas las de la ley, puesto que el pobre hombre sólo publicó una novela tan mal recibida por la crítica y tan poco lucrativa que Stephen King ni siquiera se molesta en revelar su título. Pero es un buen hombre, atascado con una esposa gruñona, un hijo rebelde y un puesto de maestro de escuela que no lo satisface. Su hermano, con su bella mujer y su hijo brillante había tenido más suerte, y el hijo de puta ni siquiera lo agradecía. Dios le da pan al que no tiene dientes. Hasta ahora. 
De eso se trata la historia, de cómo cambió la suerte de Richard. 
De este caballero, no desearemos tanto leer sus relatos como envidiaremos su instrumento de escritura. Y como en los otros casos, nos quedaremos con las ganas.